Sobre eso de “la cultura destructiva del alcohol”.
El siguiente artículo es responsabilidad exclusiva de su autor y no representa el pensamiento de los demás miembros de este canal de difusión.
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por El Maldito Elocuente
Hace unas semanas vi una especie de “meme” que compartí de inmediato en Facebook pues me pareció interesante lo que enunciaba, tenía un fondo cualquiera con la siguiente frase:
“hay que dejar de romantizar el alcohol y su cultura destructiva”
La frase fue compartida por mí casi sin pensarlo a causa de lo que estaba viviendo en un detox de sustancias alcohólicas que venía haciendo (si no sabes que es un detox, consiste en la suspensión del consumo de algo que sientes que es, potencialmente o de facto, nocivo para ti, a modo de limpieza del organismo) pues estaba en medio de una especie de ejercicio en el que quería ver qué sucedía si compartía, sin consumir alcohol, con amigos con los que siempre hacemos muy buenos chistes y nos divertimos en medio de conversaciones que pasan por diversos temas, pero sobre los que sentía que se veían potenciados en su genialidad por el efecto del alcohol, es decir, como que la conversa estaba más sabrosa si andábamos prendos.
Estaba rayado con el hecho de pensar en que las buenas conversaciones tuvieran que estar acompañadas de un estado alterado de mi consciencia (un estado alterado de la consciencia es ese lugar en el que pones a tu organismo incorporando alguna sustancia, desde el café, hasta sustancias psicoactivas más fuertes y de diferentes índoles, o por medio de prácticas como meditación profunda o hipnosis). Sobre el experimento no es sobre lo que quiero hablar, pues considero que lo que le pones a tu organismo tiene un efecto diferente en cada sujeto. De lo que quiero hablar es de eso de “la cultura destructiva del alcohol”.
En redes sociales he visto cómo día tras día, muchos de mis contactos suben imágenes de sí mismos en el gimnasio, comiendo saludable, haciendo la exaltación de una nueva cultura del cuidado de sí que pasa por pilares tales como el comer de la manera más nutritiva y menos nociva posible, y ejercitar su cuerpo. Estamos asistiendo, a mi juicio, a un nuevo ser humano que quiere hacerse cargo de sí (el sueño del proyecto moderno del sujeto ilustrado).
Estamos en un mundo en el que cada vez nos parece mucho más atractivo hacernos cargo de nuestras cosas, como que ya no somos el sujeto del siglo XX al cual la familia, la empresa, la iglesia, el estado, entre otras instituciones les garantizaban ciertas cosas para poder vivir. En una especie de revolución del individuo, hemos venido soltando la mano de las instituciones y hemos empezado a entendernos como sujetos que se hacen cargo de sus asuntos tales como sus creencias, y entonces vemos a quienes dicen: “yo creo en dios pero no en las iglesias”, o personas que renuncian al modelo hegemónico de familia por considerarlo opresivo y entonces establecen otro tipo de relaciones y de familias en las que nadie se meta con sus libertades individuales.
La libertad, es entonces un valor fundamental en nuestro tiempo, pero una libertad que se lee desde la individualidad, queremos ser individuos libres. Esto último, a diferencia de la comprensión que se tenía de la misma desde movimientos colectivos de otrora que pretendían la liberación de un modelo político, económico, de pensamiento colectivo por la construcción de otro modelo colectivo. Un ejemplo de esto es el caso de la eterna lucha entre los modelos de sociedades que proponen las izquierdas y los que plantean las derechas, por el contrario, hoy queremos ser individuos que no tengan ningún tipo de atadura. Siguiendo esto, lo curioso de la denuncia sobre el alcohol y “su cultura destructiva” es que plantea una afirmación (o más bien varias tras ella) y es que el alcohol destruye y que por tanto hay algo que está mal en el ser humano que busca la destrucción.
Hace un tiempo, vengo releyendo al filósofo colombiano Estanislao Zuleta quien parafrasea a Sigmund Freud (el padre del psicoanálisis), con un ejemplo que construye este en una de sus obras en la que nos habla de un niño que se ve al espejo y luego se mueve de tal manera que el espejo ya no muestra su reflejo. Dice Zuleta:
Ese juego le permite al niño la comprensión de su propia existencia; es decir, el que el que está en el espejo, o sea él mismo, puede a la vez desaparecer, como desaparece la mamá y como desaparece todo. Es decir, se percata de que también él puede desaparecer.
Es en este juego, en el que el niño entiende el sentido de la ausencia y por tanto el sentido de la muerte, que en palabras del mismo Zuleta sería algo así como que “La muerte es también lo que le confiere sentido a la vida, a todo lo deseable, lo perdible, lo urgente, lo deseable”. Es decir, nuestra vida tiene sentido porque sabemos que nos vamos a morir pues si fuéramos eternos el tiempo se devaluaría y la famosa frase de “el tiempo es oro” perdería todo el sentido que tiene hoy día para nosotros.
De niños, al entender la ausencia y la presencia, nos damos cuenta de la idea de que las cosas tienen final, y así mismo nosotros lo tenemos, es allí cuando nos sabemos en el mundo, cuando tenemos conciencia. La ausencia es una circunstancia a la que nos cuesta demasiado habituarnos y por eso queremos no morir y depositamos nuestra existencia en obras, hijos, creaciones, casas, cosas, etcétera; que, de alguna manera, nos permiten trascender más allá de nuestro tiempo en la tierra.
Esto que digo sobre la ausencia se hace patente en dos cosas que quiero anotar. La primera de ellas, es cuando jugamos al “no toy, si toy” con los niños cuando son bebés, mostrándole a través del juego (forma en la que todos los seres humanos nos habituamos al mundo) que existen dos opuestos: la presencia y la ausencia, estar y no estar. La segunda cosa que refiere a la infancia sobre el hecho de la ausencia, que quiero traer a colación, es el miedo terrible que experimentamos todos en la infancia de la posibilidad de que se nos pierda nuestra madre (quizá padre, abuela, tía o figura principal de nuestra crianza). He visto a padres crudelísimos (supremamente crueles) esconderse de los niños en los supermercados y ver cómo el atisbo de idea que tienen estos infantes de lo que es el sentido de su vida se derrumba al sentirse en la ausencia de sus cuidadores. Al experimentar en carne propia la muerte o, dicho de otra manera, el fin de lo conocido, el fin de lo único conocido, el mundo al que accedemos gracias nuestro proceso de crianza. ¿Pero qué tiene que ver esto con la “cultura destructiva del alcohol”?
Cuando hablamos de la destrucción que propicia el alcohol, estamos hablando de la destrucción de la vida. Es decir, estamos hablando de la cercanía que establecen (mos) algunos con prácticas que nos acercan, de alguna manera, a la muerte ¿Recuerdan que les escribí que el ser humano contemporáneo está obsesionado con poder hacer todo por sí mismo? A mi juicio, lo que se esconde detrás de todas estas prácticas sobre la salud y el cuidado de sí, es un miedo infinito a la muerte (de nuevo entendiendo a la muerte como el final de algo o la ausencia), no poder valerse por sí mismo es considerado hoy día una forma de la muerte, pues pareciera que entre menos dependa nuestra existencia de otros seres humanos más libres somos, y ese concepto de libertad está en nuestros días irremediablemente ligado a la idea de la vida que merece ser vivida.
Ahora la pregunta que nos queda es la de pensarnos si las decisiones que se toman frente al cuidado de sí realmente están siendo dadas por una decisión libre sobre el yo o si son nuestras decisiones un asunto relacionado con lo motivados que estamos por la ficción colectiva de las redes sociales y los deberes impuestos por el “nosotros” al que pertenecemos.
Me encanta haber compartido el “hay que dejar de romantizar el alcohol y su cultura destructiva” por las reacciones que ocasionó en muchos de mis “amigos” (lo pongo entre comillas porque creo que el concepto de amistad es más complejo de lo que pitan las redes) en redes sociales. Sin embargo, me preocupa que “haya que”, como que sigamos construyendo éticas unidireccionales y no podamos simplemente revisar nuestras propias prácticas y entendernos desde nuestras propias disposiciones. Yo no creo que “haya que” nada, creo que como seres racionales todos estamos en la capacidad de revisar nuestros hábitos y pensar si lo que hacemos o dejamos de hacer contribuye en nuestro proyecto de vida.
En mi caso el alcohol me es un buen aliado en ciertas ocasiones, y como lo más importante para mí, en este momento es mi obra, de vez en cuando me tomaré unos tragos para escribir o para compartir con otros el arte de la conversación que tan estimulante es para el ejercicio sociológico y literario.
La invitación es a que nos podamos plantear la relación que tenemos con nuestros actos, la relación que tenemos con esa idea de la vida y de la muerte. La invitación es a que libremente pensemos en nuestra libertad y a que no nos permitamos ninguna relación impuesta con la misma. Pero como ven es una invitación y usted también es libre de declinarla.
¡Salud!