por Kenya,,,
Ilustración cortesía de @rulos_hxc
Hay muchas cosas que pasan desapercibidas; la bandera es quizá una de ellas. Sin embargo, incluso bajo ese manto de invisibilidad, es un retazo de tela que nos sitúa en un lugar específico y nos cuenta una historia sobre los seres que habitan en el territorio al que representa ese rectángulo de colores. Por ejemplo, la bandera de Etiopía se convirtió en un símbolo de libertad: los países del sur de África que lograron liberarse del colonialismo adoptaron sus colores, pues Etiopía nunca fue colonizada (Petrone, 2022). Ecuador, Colombia y Venezuela, con sus tres franjas del mismo color, narran un pasado compartido. El amarillo representa las riquezas, el azul, el mar que las separa de España, y el rojo, la sangre derramada en su lucha. Las banderas, como afirma Petrone, son herramientas poderosas para los gobiernos, capaces de inspirar miedo, como la bandera nazi, o emoción como casi todas ellas.
Ahora bien, ¿qué nos dice nuestra bandera sobre un “nosotros” o un “ellos”? ¿Es acaso un símbolo que nos identifica como fusagasugueños y fusagasugueñas, o es simplemente un trozo de tela que ondea en ceremonias y sobre el cual poco sabemos?
Hace unos días, en mis primeros pasos en la vexilología (el estudio de las banderas), encontré la historia de Don Ramiro Aguilera. Según él, la leyenda de Isabelita y Washington Sneider está profundamente conectada con nuestra identidad.
Cuenta la historia que Isabelita Flórez visitaba con su padre la Hacienda El Chocho, donde conoció a Washington Sneider, un obrero de quien se enamoró perdidamente. Sin embargo, al enterarse del romance, su padre —un hombre adinerado— encerró a su hija en su casa en Bogotá y expulsó a Sneider de la hacienda. Lo que no sabía el padre era que el amor de los jóvenes era tan fuerte que encontrarían la manera de reunirse.
Isabelita escapó con dos grandes maletas llenas de joyas y monedas de oro que pertenecían a su familia. Tomó un bus de la flota Sumapaz para llegar al caserío de La Aguadita, donde Sneider la esperaba. Allí, él había construido una casa en un tronco hueco de un viejo roble, con un escondite en su interior por si los rastreaban. Pero el destino les jugó en contra: un día, personas armadas llegaron con la intención de hacerles daño. Washington Sneider salió a enfrentarlos a la orilla del río Barroblanco, donde fue asesinado por aquellos hombres. Su cuerpo fue arrastrado por las aguas hasta el Puente de La Aguadita, mientras Isabelita, atrapada en el tronco, murió junto a su hijo.
Pero esta no es toda la historia. Según otra versión, Isabelita no murió. Antes de que Sneider saliera de la casa, le contó sobre un tesoro que su madre había guardado, el único vestigio de lo que les habían arrebatado los españoles cuando desplazaron a los Sutagaos de Fusagasugá en 1776. Los colonizadores, tras declarar que los indígenas no podían pagar los tributos, los trasladaron a Pasca y entregaron estas tierras a hombres blancos, borrando así el nombre y la presencia de los Sutagaos (Martínez, 2008).
Se dice que la madre de Sneider, al enterarse de la muerte de su hijo, corrió con un cofre lleno de telas y objetos preciados hacia el lugar donde Isabelita lloraba desesperada por escapar. Logró rescatarla, y juntas encontraron refugio en una comunidad que aún mantenía vivo el legado de los Sutagaos. En un acto simbólico, la madre de Sneider sacó un retazo de tela con dos franjas: una blanca, como símbolo de paz y reconciliación, y otra verde, que representaba la esperanza y el color de las montañas. Este fue el origen de una bandera que ondearon en la plaza central, mientras el alcalde, desde su ventana, ordenaba que acabaran con el "espectáculo".
La historia anterior mezcla elementos de la realidad, la leyenda y la ficción. Según Raúl Martínez Cleves, los relatos populares reflejan las decisiones sociales de una comunidad. La primera versión, narrada por Don Ramiro, es una leyenda romántica; la segunda, una historia contada por mi tío, vincula la identidad fusagasugueña con los Sutagaos, un pueblo indígena desplazado y olvidado por muchos de quienes hoy habitan sus territorios.
Fusagasugá tardó en construir símbolos que le dieran identidad. Según Martínez Cleves, este municipio no logró consolidar un sentido de pertenencia hasta mucho tiempo después de su fundación, y la bandera que hoy conocemos fue adoptada en 1983 de manera improvisada: simplemente se usó la bandera de la Policía, pero invertida, sin explicar por qué esos colores nos representaban.
Petrone señala que "la bandera es una pantalla en la que todos pueden proyectar sus ideales, esperanzas y miedos". Quizá sea momento de replantear este símbolo, explorar nuestra historia y dar un paso hacia la construcción de una identidad que reconozca a los Sutagaos y a las personas que han habitado este territorio.
En definitiva, más allá de la tela y los colores, las banderas son puentes hacia nuestras raíces y ventanas hacia nuestros ideales. Tal vez el camino para descubrir quiénes somos comienza con redefinir este símbolo que, ¿nos representa?