por Laura Alejandra Ruiz Gómez
Ilustración cortesía de @parker_666
Tú, que estás dispuesto a acompañarme hasta Gades, al remoto Cantábrico y hasta el fin del mundo. Allí tú rociarás con una lágrima ritual las cenizas aún calientes de tu amigo poeta.
Horacio, a su mejor amigo.
Queridos lectores, éste fue el libro de mi adolescencia, uno de mis favoritos, se llama La mujer de mi vida de Carla Guelfenbein, no quiero caer en la cacofonía, en errores de cohesión, ni en un torpe lugar común apenas iniciando la reseña, pero fue con este libro que me encontré, en Carla me vi nítida, y encontré a la mujer de nuestras vidas.
La cosa va así, hay una historia de tres personajes: Carla, Antonio y Theo; dos mundos: Inglaterra y Chile, y una historia de amor, estos son los ingredientes de esta gran obra traducida a once idiomas.
En la escena central hay un personaje inglés, incipiente, que empieza a descubrir el mundo a través de los ojos de dos chilenos apasionados, que creen firmemente en la revolución que salvará a su país de la dictadura. Por momentos somos una parte de la vida de Clara, una bailarina hermosa con alas de mariposa y cabeza de niña; a veces nos enamoramos de Antonio el héroe, el hombre de grandes ideas y la piel bronceada como una caricia del cambiante clima de su tierra.
Lo que hace que un escritor sea bueno es la capacidad de construir personajes que encarnan toda la complejidad del ser humano, y lo hacen con tal detalle que puedes verle el rostro y de vez en cuando sientes que te tomas una casa en Londres con Antonio para pelear por el pueblo chileno, y otras veces, te sumerges en la tina con Theo (el chico inglés) y le dices que el mundo de sus nueve años sigue intacto allá afuera.
Ilustración cortesía de @parker_666
Cuando la historia te tiene en una orilla ves desde lejos a Clara bailando, y parece que todas las piezas se juntan de nuevo, que todo es posible como cuando se tiene veintitantos, en esa edad en la que te parece sensato morir por las causas justas, entregarte por completo; en esa edad en donde es posible documentar la guerra y habitar en la idea pura; cuando creíamos que podíamos dar vueltas toda la vida en ese espejismo que se construye con cuidado para no sucumbir ante el tedio, ante la vida del oficinista, todo se vale para ser un joven por siempre, un líder apuesto que baila en la mitad de una sala canciones de los Rolling Stones, para que no se acabe el sueño, los sueños…
Theo no tenía sueños, pero tenía a Antonio y a Clara, ella reafirmaba esa sensación de que Antonio estaba siempre en lo correcto, que había que ganarle al sistema, hacerles heridas superficiales al capitalismo para saciar la angustia y la inconformidad, que había que leer, leer mucho, hallar héroes similares, destruirlos, reinventarlos; había que estrellarse contra la sombra cuando fuese pertinente, porque la luz muestra las formas tal y como son y nos da miedo, entonces mejor la depresión y sus rincones tranquilos.
No les puedo contar el final, y por supuesto en estas líneas no está la historia, esto es un esqueleto apenas, un boceto, pero para que se animen les dejo una reflexión fresca, algo que piensa un revolucionario cuando ya no queda guerra, cuando se erosiona el sueño, entonces se da cuenta que ya sus veintitantos quedaron tan atrás que no recuerda cómo se alimentaban las ideas de entonces. Les regalo este fragmento:
“Te aferras a alguien o a algo, y cuando esto pierde sentido encuentras otro estímulo, y así sucesivamente hasta tu muerte. Pero no son más que eso. Un montón de espejismos con lo que ocultas una verdad irrefutable: que en el fondo estás solo y está el vacío. Suena relamido ¿verdad? Me impresiona como algunos de esos lugares comunes que hemos evitado la vida entera, terminan siendo la manera más fiel de nombrar ciertas cosas”