Reseña: “Crónica del Pájaro que da cuerda al Mundo”
Segunda Parte: El Pájaro Profeta
Segunda Parte: El Pájaro Profeta
por SHU
a los Camilos, gracias!
Eran las 11 de la noche del día siguiente. La oscuridad obnubilaba los sentidos. Habíamos llegado al fin al último tramo de la ruta, luego de cruzar el puente y recorrer una eterna carretera destapada. Nos recogería la 4x4, pero al llegar solo encontramos luz de estrellas. Mientras el guía se comunicaba con el conductor, decidimos sentarnos a esperar; o, para ser más exactos, en mi caso, derrumbarme al lado del camino. Las últimas 22 horas habían sido las más duras de mi vida, y la sensación de haber finalizado era tan surrealista como la vista desde esa cumbre.
En reposo, el frío calaba los huesos, así que tuve que vestirme con lo que llevaba. Los porteadores, en su afán de ayudarme a alivianar la carga, ya habían bajado mi mochila, y solo tenía un par de guantes y un gorro para atajar esos ocho grados. Pasaba el tiempo y el hambre que había ignorado seis horas antes despertó furiosa, embriagando mi mente y haciendo ladrar mis entrañas. Ni el guía ni mi compañero tenían algo de comer; todo se había gastado en la montaña. Pero, por fortuna, yo aún tenía para compartir un par de bocadillos, algo de maní y la mitad de la coca del almuerzo que mi cuerpo no había recibido al mediodía. En esas condiciones, se convirtió en el banquete de la noche, pues no teníamos certeza de la hora en que vendrían por nosotros.
"Para eso he venido: para reflexionar sobre la realidad. Porque me pareció que, para reflexionar sobre la realidad, era mejor alejarme lo más posible de ella. El fondo de un pozo, por ejemplo. Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y desciende hasta el fondo", había dicho el señor Honda. En mi caso, había "buscado la torre más alta y subido a su cúspide", el pico sur del nevado del Huila; para renunciar a mí y, de ese modo, existir.
Mientras comíamos, miraba la sombra oscura de la cordillera y las estrellas en un cielo, para nuestra fortuna, limpio y despejado. Pensaba, o más exactamente, no pensaba; solo contemplaba. Había estado exigiéndole fortaleza a mi mente durante tres días, llevando cuarenta y seis kilómetros pensando cada segundo: "si puedo, si puedo, si puedo, si voy a llegar"; a llegar a la siguiente roca, al siguiente árbol, a la siguiente colina, a la tan anhelada cima. Cada grado de los casi 3000 de desnivel en ascenso le decía a mis piernas: "si pueden, parceras, son fuertes, si pueden"; le decía a mis pies: "un paso a la vez, firme y seguro, no se puede volver a caer, debe seguir, aún faltan dos días más, un día, 10 horas, 5, 4, 3, 2...". Le decía a mis brazos y manos: "derecha, izquierda, sincronizada con los pies, manos listas para la caída". Cada vez que debía inclinarme y subir una rama, una roca, una escala, le decía a mi útero, que decidió despertar el día que llegamos a Caloto: "perdón por esto, pero téngame piedad". Y cada vez que un "yo" en mi cabeza se asustaba, lloraba o se rendía, enterrada entre el barro hasta los muslos, como en esa última noche, le decíamos los que estábamos bien: "tranquila, lo vamos a lograr, juntas lo vamos a lograr, no se rinda, usted no se rinde, a eso no vino". Ella se limpiaba las lágrimas, pedía ayuda y se llenaba de coraje, respiraba, se levantaba y seguía.
En el ejercicio del señor Okada, él no subía una montaña, sino que descendía a un pozo abandonado. Al principio, la oscuridad y la quietud fueron los detonantes de sus introspecciones, y luego el miedo enriqueció lo que pensaba que no podía volverse más claro: "Me envolvía una oscuridad profunda... Se me hacía extraño saber que mi cuerpo estaba allí... Pero, por más que me esforzara, mi cuerpo iba perdiendo poco a poco peso y densidad... Pensé que, en definitiva, el cuerpo estaba hecho para contener la mente y que no era más que una cáscara provisional." Esto último no se hace tan evidente cuando se piensa en subir una montaña; pareciera que todo se trata de esfuerzo físico. Sin embargo, al menos en mi caso, el 80% del trabajo lo hizo mi cabeza. Por esto, al sentarme esa noche, esta decidió vaciarse, callar y deleitarse con el silencio de haberlo logrado.
"Todas las cosas son complicadas y simples a la vez... Incluso las cosas que parecen complicadas tienen un móvil extremadamente simple: qué se está buscando... Lo importante es seguir la raíz del deseo... seguir cavando más y más hasta el extremo de la raíz", indicaba Noboru Wataya en alguna de sus intervenciones; en mi caso, siempre que emprendo una expedición, así sea a Monserrate, voy con el objetivo de retarme, de saber de qué estoy hecha, de ver qué tan fuerte estoy, de re-conocerme.
Retomando la pregunta de la primera parte de esta reseña, en esta segunda, quiero tratar de contestar: "¿Puede un ser humano llegar a comprenderse plenamente?" ¿Puedo llegar a comprenderme con plenitud?
Para responder a esta pregunta, voy a "echar monte", al menos una vez al año, a pisar nieve en el trópico. Sin embargo, la historia del Wila es especial, ya que es una de las más altas del país y, de las que he subido, la más dura, dadas las condiciones del terreno y la dificultad técnica del ascenso a la cumbre. No por nada la llaman la "Montaña Salvaje", y es en sus caminos donde realmente se llega a comprender lo literal del calificativo.
El recorrido está diseñado para 4 días; sin embargo, por cuestiones de la vida, nuestro grupo lo hizo en 3, y lo supimos el tercer día, en el cual teníamos que recorrer de vuelta lo que habíamos hecho en dos. Esta es la clase de sorpresas a las que uno no está acostumbrado, pero en las que se prueba el nivel de fortaleza y resiliencia. Esto, y caer por una ladera en la que el final de la caída también fue una sorpresa, como me sucedió el primer día. Para mi "suerte", aquel final fue un árbol en el que mi cabeza rebotó, dando por terminada la caída. El golpe me despertó del choque de adrenalina, y logré asirme a las ramas que había en el suelo. Luego de sentir que no iba a resbalar más, empecé a mover los dedos de los pies, los pies, las piernas, las manos; quería cerciorarme de que no me había lastimado nada, de que estuviera intacta. Mientras tanto, los chicos que, por cosas del destino, iban detrás (detrás de mi compañero y yo, que éramos los últimos, y lo fuimos todo el recorrido; y no por él) saltaron a socorrerme.
Al salir de aquel hueco de vegetación, me senté en una roca y repetí el ejercicio de moverme. Les indiqué a mis compañeros que me encontraba bien, que solo me había golpeado la cabeza. Resulta que en el primer tramo de recorrido, el camino es muy estrecho y está rodeado de una espesa selva. Mientras caminaba, di un paso muy cerca del borde verde, con la mala suerte de que se trataba de un "vacío verde". Como fuera, logré levantarme, cargar nuevamente la mochila, los bastones y continuar el camino. Mientras caminábamos, bromeábamos diciendo: "Bueno, no se tronchó nada, sólo la cabeza", y nos reíamos. Mientras estuve sentada, me cercioré de que no estaba sangrando y que no tenía ningún dolor físico. Sin embargo, cuando empecé a caminar, veía cómo se difuminaba el camino y se movía el piso a cada paso, comenzando a sentir un horroroso hormigueo en la mitad del rostro. "En ese momento, Cell sintió el verdadero terror", dice el meme. Empecé a pensar que de verdad me había dado muy duro y que, en cualquier momento, iba a perder el conocimiento, pero entró en escena otro de mis "yo" diciendo: "¡NO!, si así fuera no habría podido dar un paso más, siga adelante". Comencé a mover mi rostro como haciendo muecas para evitar que se me durmiera la cara y me dije: "bien concentrada, porque otra caída y se le acaba el paseo, o la vida".
Afortunadamente, no sucedió nada más grave ese día, y tras siete horas de marcha, llegamos al primer campamento, el Campamento Barro —ya se imaginarán por qué. Al ser los últimos en llegar, nos dejaron en medio de la zona de camping, sin ningún tipo de resguardo, así que tuvimos que armar la carpa y esperar que esa noche no lloviera demasiado ni hubiera mucho viento. La cena consistió en un caldo con algunas verduras y agua de panela. Las noches en la montaña no son nada cómodas, y esa no fue la excepción; lo único bueno era que el suelo del páramo resultó blando y, en esas circunstancias, acogedor.
A la mañana siguiente, tras un huevito revuelto con dos galletas y la misma bebida, levantamos campamento, cargamos las mochilas y emprendimos camino. Estábamos a 3600 metros sobre el nivel del mar y debíamos ascender a 4550. Para mí, el reto comenzaba desde los 3500, ya que el aire se vuelve menos denso y respirar se dificulta con cada metro que ascendemos.
Después de unas ocho horas de caminata, llegamos al Campamento Marte, un lugar tan surrealista que parecía una escenografía de película de extraterrestres. Me cuesta describir con palabras aquel paisaje, pero tengo grabada la imagen de caminar sobre el filo de una de esas colinas, tan tatuada en mi memoria como la tinta que adorna mi piel. Me vi rodeada de montañas de roca afilada y dura, con vetas de marrones, amarillos y negros, y al fondo, el pico sur del nevado del Huila, como si nos estuviera saludando y preguntando: "¿Vas a venir o qué?". Sentí la ráfaga de un viento gélido; era hora de vestirse. Levantamos campamento y me puse las tres capas que abrigaron mi cuerpo hasta la cumbre; sin embargo, el frío seguía siendo inhumano, uno que solo he sentido en Marte. Con mis compañeros decidimos subir una colina cercana para aclimatarnos a la altura y al frío, y ¡ZAZ! otro tatuaje mental; en el crepúsculo, el mundo entero estaba cubierto de nubes, y solo se veían unos pocos picos que se oscurecían a medida que el ocaso caía sobre la tierra. Era como ver el infinito al alcance de la mano, como si pudiera tocarlo.
Aquella noche no fue mejor que la anterior. Acampamos en un claro de la montaña, sobre roca desnuda y sin resguardo, mientras el viento se colaba entre las costuras de la carpa, el sleeping y cada prenda. El sonido y el movimiento de la carpa hacían pensar que afuera estaba cayendo la peor de las tormentas, pero solo había viento; irónicamente, un buen clima para ser Marte. A la 1 de la madrugada, el equipo se levantó. Nos pusimos arneses, cascos, linternas y mochilas, listos para atacar cumbre; la mayoría sin haber dormido más que unos minutos; en mi caso, nada. Después de un poco de avena remojada en leche, emprendimos camino; esta vez, la meta eran los 5090 metros de la cumbre sur. Después de los 4000, respirar se convierte en un reto, y para mi pesar, la rinitis lo multiplicaba.
Nuevamente iba en último lugar; delante de mí iba el guía, luego yo y detrás, mi compañero, y mucho más adelante, el resto del grupo. En ascenso, se debe inhalar y exhalar sólo por la nariz; algo que parece natural y sencillo, pero para mí resultaba extremadamente extenuante. Debía descansar cada cierta cantidad de pasos, los cuales contaba como si rezara un rosario: trece, catorce, quince y paraba. Tomaba una bocanada gigante de aire y llevaba mi mano al pecho, como tratando de evitar que se me fuera a salir el corazón; esperaba a que bajaran mis pulsaciones y caminaba otros quince, veinte pasos. Para cuando llegué a la primera parada, los demás ya llevaban rato esperando, y el otro guía indicó que si quería devolverme, ese era el punto. Después de allí no habría retorno y, si me quedaba, ponía en riesgo la expedición de todos.
En la oscuridad de la madrugada, solo nos iluminaban las linternas en nuestros cascos. Mientras escuchaba esa advertencia-consejo-petición, miré los rostros de todos; nadie creía que yo pudiera llegar a la cumbre, nadie creía que pudiera hacer nada, ni siquiera quien me acompañaba.
"Yo sí puedo, yo sí voy a poder", fue mi respuesta. "Me cuesta respirar, eso es todo, pero yo sí voy a poder. A esto vine". Sentí cómo todos y cada uno me desaprobaba en silencio; no es que estuvieran escépticos, estaban seguros de que no lo lograría. Finalmente, continuamos el camino, cada metro más duro que el anterior, hasta llegar al borde del glaciar. Nos sentamos y calzamos los crampones. Mi compañero me ayudó a ajustar y amarrar los míos, pues la tarde en que explicaron cómo ponerlos y ajustarlos, yo estaba siendo atacada por aquellos horribles dolores mensuales, que me castigaron sin piedad cada minuto de la expedición.
Una vez listos, nos encordamos, y dado que nadie quería ir conmigo, me echaron a la suerte para ir en la cordada "débil", detrás del otro grupo, que abriría camino entre la nieve. Con el plan listo, empezamos a subir y, dado que aún estaba oscuro, no se veía mucho más que roca y hielo. Sin embargo, a medida que avanzábamos, comenzamos a sentir que la rampa se inclinaba más y más.
Los crampones son una estructura metálica rígida con púas que se atan a las botas y permiten caminar sobre el hielo y la nieve. Debido a su naturaleza, requieren una técnica especial que implica apoyar todo el pie sobre la superficie. Si se apoya solo una parte del crampón, se corre el riesgo de romperlo. Con esto en mente, lo mejor era caminar bien; sin embargo, apoyar todo el pie sobre una superficie con una inclinación de casi sesenta grados resultó una tarea titánica. A medida que la inclinación aumentaba, fue necesario usar el piolet, otro artilugio de la alta montaña, y entonces íbamos casi gateando por aquella ladera. Esa es otra escena que nunca olvidaré; con toda mi fuerza, lanzaba el brazo derecho y clavaba el piolet en el hielo lo más duro que podía, luego daba un paso con el pie izquierdo y otro con el derecho, mientras gritaba como un super saiyajin en fase tres. El guía iba delante de mí y me animaba en cada paso, hasta que, de repente, a mi compañero de atrás se le soltó el crampón y tuvimos que parar.
Bien es sabido que el tiempo es relativo, pero no son muchos los momentos en los que uno prueba esa relatividad, como en este caso. Me sujetaba a la roca con las manos, el piolet, los crampones y todos mis yos; como un gato que se aferra a un árbol temeroso de caer, así estaba. Sentía el dolor en cada músculo, pero sabía que si aflojaba un segundo esa posición, me iría con la cordada al vacío, a la casi muerte. Me concentré y logré acomodarme un poco para descansar mientras mi compañero se ataba los crampones. Continuamos y la luz del día comenzó a iluminar la escena y finalmente, llegamos al borde de la nieve; detrás de nosotros, a lo lejos, y a la vez cerca, se veía la cumbre a la cual nos dirigíamos. Nos sentamos unos minutos a contemplar el amanecer que se levantaba en frente nuestro, y aunque no habíamos llegado a la cima, sentía que estaba en la cima del mundo. Pero aún faltaba mucho para llegar a la cumbre.
La otra cordada se quedó atrás, así que nosotros, "los débiles", decidimos adelantarnos, aunque no por mucho; estábamos sobre los 4900 y contaba menos pasos para parar. En un momento, uno de los compañeros dijo: "A este paso vamos a llegar de últimos". Mientras respiraba agitada, lo miré. "Oye, tal vez no lo hayas pensado nunca, pero ¿no te gustaría ser otra persona completamente distinta?", le preguntó Okada a May Kasahara antes de que ella lo abandonara sin soga en aquel pozo. Y fue lo que se me cruzó por la mente en esos momentos. Quería ser más veloz, más fuerte; todo el camino lo deseé. No es que me encantara ser la última del recorrido, que todos me tuvieran que esperar y que nadie diera un peso por mí; pero desafortunadamente, esa no podía ser yo. Ya estaba dando un doscientos por ciento en esa travesía y en ese momento no podía ser otra más que la que estaba allí. Me decía: "¿Cuál es el afán de llegar primero? ¿Por qué yo no encuentro la necesidad de ser la primera y estas personas sí?". No lo entendía, y aún ahora no lo comprendo; de modo que el guía me soltó de la cordada y me dijo que caminara sola mientras llegaba la otra cordada y luego me atara a ellos.
¡Qué momento más liberador! Por unos minutos pude caminar en la nieve sin presión, sin sentir la carga de tener que demostrarle nada a nadie, ni siquiera a mí misma. Sin la cordada, pude disfrutar del paisaje, de las nubes, de las montañas, del viento, del frío y de esa vista tan espectacular. Sentí libertad, una libertad hasta de mí misma. Pero, infortunadamente, no estaba sola; la otra cordada llegó, y allí me até a ellos para continuar el camino hasta la cima.
Los últimos pasos siempre son los más duros; está tan cerca, que descansar no es una opción. Sólo se descansa hasta llegar a la meta y, finalmente, contra todo pronóstico, había pisado los 5090, logrando la cumbre sur del nevado del Huila.
"Durante un buen rato solo estuve atento a los latidos de mi corazón... poco después miré despacio a mi alrededor", experimentó Okada al salir del pozo, igual que yo al llegar a esa cima. Sobre mí, un cielo despejado y precioso; alrededor, el mundo entero cubierto por océanos de suaves nubes, con algunas montañas como islas azules a lo lejos; y, frente a mí, erguida e imponente, la cumbre norte, como si me saludara orgullosa y me felicitara por estar allí.
Me arrodillé y le di gracias a la montaña por permitirme recorrer sus caminos y tener un ascenso tranquilo, sin lluvia y sin nieve; por esa vista tan hermosa y por darme la oportunidad de demostrarme que, con paciencia y perseverancia, podía conquistar hasta el cielo. Aprendí que lo único que necesitaba en esta vida para lograr cualquier cosa que me propusiera era creer en mí, así nadie más diera un centavo.
El conocimiento solo es información; la comprensión radica en analizar y aprender cómo funciona algo. En el caso del personaje de Murakami, el ejercicio del pozo le ayudó a comprender qué era lo que realmente anhelaba. En mi caso, subir montañas me ayuda a entender mis propias capacidades, a evitar subestimar o sobreestimar mis habilidades, a reaccionar ante lo inesperado, a no dejarme influenciar por lo que "pájaros profetas" crean que puedo o no puedo hacer. Me permite entender cómo funciona mi pensamiento, conocer cuán resiliente soy y, al final, fortalecer mi carácter y espíritu.
Y leerás esto y pensarás: "¿Todo eso para comprenderse?". Y yo te diré: bueno, también puedes ir al psicólogo 😉.
** Fotografías cortesía de @highmountaincolombia