por Angélica Vivas
Ocurrió de noche. Estábamos en casa con mi abuela y mi hermano mayor. Habíamos terminado de tomar aguapanela con pan y un pedacito de cuajada. La abuela había estado inquieta toda la tarde. Mi hermano, preocupado, le preguntó varias veces:
—¿Qué le pasa, Otis?
Ella siempre respondía lo mismo:
—Mijo, no pregunte. Esas son cosas que solo las madres entienden.
Pasó horas en silencio, pensativa, como si algo la estuviera atormentando. En un momento se sentó en la sala, tomó el teléfono y dudó, como si quisiera llamar a Villavicencio pero algo la detuviera. De repente, una lágrima se escapó de su ojo derecho y se deslizó por su piel arrugada. Entonces, murmuró para sí misma:
—Yo le dije que no se comprara esos camuflados, que allá estaba feo... Pero mi muchacho no me escuchó.
Antes de que esa lágrima terminara su recorrido, la limpió apresuradamente.
El sonido del teléfono interrumpió el momento:
—¡Ring! ¡Ring!
Mi hermano mayor se levantó a contestar.
—Aló, buenas noches.
Del otro lado de la línea, una voz entrecortada se hizo presente:
—Qué hubo, mijo, ¿está su mamá?
—No —respondió mi hermano—. ¿Con quién hablo?
—Con Félix, el primo de su mamá... de Villao.
—Ah, que´hubo, primo. Mi mamá no está, pero puedo pasarle a la abuela.
—¡No! —interrumpió Félix, con un tono urgente—. A ella... no me la pase.
—¿Entonces?
Hubo un breve silencio, cargado de tensión.
—Es que... Rubén y Diana estaban en la casa, en Porfía, cuando llegaron unos tipos armados y les dispararon. Diana está herida en el hospital... Pero Rubencho... —su voz se quebró— ¡Rubencho se nos murió!
Aunque mi abuela no estaba al teléfono, pareció sentir en el aire el peso de esas palabras. La expresión de mi hermano cambió de inmediato, y ella, al verlo, cayó en un estado de agonía que nunca antes habíamos presenciado.
Con un desespero incontenible, recorrió el zaguán de la casa como un alma perdida. Salió corriendo a la calle, y nosotros la seguimos sin entender. Avanzó unas cinco cuadras antes de caer de rodillas. Allí, en medio de la noche, desgarrada y rota, comenzó a gritar con toda la fuerza que su dolor le permitía:
—¡Me mataron a mi muchacho! ¡Me mataron a mi muchacho! ¡Me mataron a mi muchacho!
Fue en ese momento cuando vi cómo la luz en sus ojos se apagaba. Sin saberlo, fui testigo de algo aún más doloroso que su grito: presencié cómo ella… moría con él.